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Estaba leyendo por primera vez una tira de Mafalda, cuando mi primo Oscar vino a preguntarme si quería acompañarlo a buscar a uno de sus amigos, para después acercarnos al río y nadar en la piscina natural que se formaba bajo el puente.
La verdad es que esa tarde prefería lectura bajo la sombra, disfrutando la calma de la sierra, en la segunda semana que pasábamos en casa de mis tíos.
Todos los años esperaba pasar el verano con mi primo. Teníamos la misma edad; de chicos jugábamos durante horas sin peleas ni discusiones y de adolescentes pasábamos el tiempo hablando de chicas. Siempre nos quejábamos de que nuestros padres, dos hermanos muy unidos, hubiesen encontrado su lugar en el mundo separados por tantos kilómetros.
Pero este verano, algo se había interpuesto entre nosotros dos enrareciendo la amistad que nos unía; parecían haber cambiado nuestros códigos. Oscar se había desarrollado y tenía la corpulencia de un chico de dieciocho años, en un año me había sacado una cabeza de altura. Yo odiaba que mi cuerpo ni se enterase de que ya había cumplido dieciséis. ¿Qué pretendía la jodida naturaleza, dejarme varado en los catorce como un Peter Pan que encima no volaba? Me sentía traicionado por mis hormonas y

por mi primo, que para no desentonar con su nueva imagen, se movía y comportaba como un “muchachote”, según lo describió mi madre mientras mi hermana menor lo miraba embobada.

-Vamos, Lito, no te vas a quedar leyendo revistas para chicos, mi viejo me prestó el coche y podemos ir a buscar a toda la banda.
Lo que faltaba. Lito es el diminutivo de Carlos, siempre me había llamado así y me gustaba, pero ahora sonaba a algo "pequeñito". ¡Su padre le prestaba el coche y el mío no pensaba hacerlo hasta que yo no cumpliese dieciocho! Tenía que reconocer que la cosa tenía su lógica; a él el coche le sentaba bien, y a mí me quedaba grande por varias tallas. ¿En que momento había cambiado tanto el mundo sin que me diera cuenta? ¿Por qué yo, que al leer la primera tira supe que Mafalda no era para chicos, parecía un niño? ¿Por qué él y sus amigos, que creían que Snoopy era de Walt Disney, y no habían escuchado a Bob Dylan, parecían “muchachotes”?

¿La banda? Su “banda” me parecía un grupo de simplones cuyo crecimiento corporal desmesurado había consumido todas sus neuronas y la grasa de sus acnés, que, por cierto, habían desaparecido en el último año. Todos tenían ese acento del interior profundo, una modulación ondulada que extendía el sonido de la vocal en la primera sílaba, tal como lo haría una oveja si aprendiese a hablar. Así eran en esta tierra de sierras y montañas que hasta el verano pasado me caía bien. Yo era de las llanuras, en cientos de kilómetros no había una elevación mayor de veinte metros, no teníamos necesidad de crecer tanto porque no teníamos sierras que ocultasen el horizonte. Nuestros ríos parecían mares, y hablábamos con un acento lineal y uniforme que sonaba cosmopolita. No señor, no le acompañaría porque acababa de descubrir a una niña genial con la que encontrabas sutil gracia en la vida de personas corrientes, y eso era mejor que ir a….

- Iremos a buscar a Liliana primero y después a los demás, así va adelante con nosotros. ¿Qué tal? – Me preguntó, cortando mi línea de pensamiento.
Eso ya era otra cosa. Liliana era una preciosura de ojos verdes con un cuerpo perfecto y su acento sonaba dulce y musical, muy diferente al de estos rústicos montañeses; sus ondulaciones, las del habla y las de su geografía, me recordaban un campo de trigo de mis llanos mecido por el viento. No era la chica de ninguno; era pariente de mi primo por una rama familiar que me era ajena, lo que le dejaba a él fuera del campo de juego. Mejorando lo perfecto, era más baja que yo, por tanto, divinamente accesible; debía actuar antes de que creciera más. De momento, contaba a mi favor que mi forma de hablar le resultaba encantadora.
Contra ella, Mafalda no podía competir; debería esperarme para continuar explorando nuestras coincidencias intelectuales. Así que dejé la revista para después, y salimos en coche a buscar a Liliana.

Apareció con unos shorts tejanos y la parte superior de un bikini que mareaban, nos dio un beso y se sentó entre los dos.
Muy a mi pesar, buscamos a los demás. Ella besó a todos, encantada de ser la única chica del grupo y saberse admirada; era la reina de la montaña y el llano, y nosotros sus súbditos.
Llegados al río, yo me mantenía distante y casi todo el tiempo dentro del agua. Mi físico no estaba mal, practicaba gimnasia olímpica y natación, pero al lado de los otros parecía el hermano pequeño. Además, no quería ser un abejorro más de los que zumbaban atontados alrededor de la bella avispa, en algo había que marcar la diferencia.

No podía dejar de mirar a Liliana; cuando salía del agua, las gotitas sobre su piel reflejando el sol, eran como pequeños brillantes que perfilaban su hermoso cuerpo bronceado.
Había que llamar su atención y mostrarle que yo era el más…, no sé qué, el más interesado en ella y al que menos se le notaba, por ejemplo.
Examiné la profundidad en esa parte del río y la altura del puente, y decidí saltar desde allí con olímpica elegancia; pocos se animarían, pero yo era un idiota de la llanura y sabía caer en arco sin hundirme mas de un metro.
Subí al puente, hice un poco de teatro como midiendo el riesgo de lo que iba a hacer. Mi primo, preocupado, me gritó. – ¡Lito, ojo, no hagas un clavado!-. Dudé un poco, pero cuando ella me miró, detecté cierta admiración, vi que ya no había vuelta atrás y salté.

Sabía que todos me veían volar con los brazos abiertos, detenerme un instante en el aire para marcar el punto de inflexión mirando el horizonte, juntar los brazos y apuntar hacia abajo. Caería con el cuerpo ligeramente arqueado, formando un ángulo de cuarenta y cinco grados con la superficie del agua.
Olvidé que estábamos en la montaña. Donde debería haber una línea recta dividiendo cielo y tierra, encontré un montón de cabras corriendo ladera abajo. Mi trigonometría no estaba adaptada a múltiples referentes en movimiento, por lo que el cálculo tuvo demasiados decimales.
Entré demasiado fuerte y mis brazos se vencieron al encontrar el fondo. Mi frente y mi nariz se enterraron en arena y pedregullo, un crujido de dientes y cervicales chocando una con otra me gritaron que había calculado mal. Crónicas posteriores me describieron como un poste de luz clavado en el medio del río con las piernas sobresaliendo del agua.
Me ardía terriblemente toda la cara, nadé hacia la orilla con estilo, pensando en disimular el ridículo que había hecho. Mientras braceaba con los ojos abiertos veía que bajo el agua se formaba una nube roja a mí alrededor, pensé como podía ser tanta la sangre que salía de mis labios heridos o de mi nariz, si es que todavía la conservaba. Me imaginé a las pirañas del Amazonas viniendo al galope por el campo atraídas por el olor a comida.

Cuando llegué a la orilla, me puse de pie y limpié con el gesto habitual el agua que me chorreaba por la frente. Pero esto era algo más denso y se me pegoteó en los ojos; al ver la cara de espanto de mi primo que corría hacia mí, y mis manos encharcadas de sangre, me asusté. Tuve miedo de desmayarme antes de poder decirles que me sentía bien, que no me dolía el cuello, qué a pesar de mi aspecto había nadado e incluso caminado, lo que descartaba una lesión grave. Entre él y Liliana me sostuvieron para que no me cayese y me llevaron hacia el coche, con ayuda de sus amigos y rodeados de gente que abría paso y se ofrecía para acompañarnos.

En el hospital, después de exámenes, radiografías, desinfecciones, costuras y vendas, me dijeron que en dos semanas estaría bien. En mi país suelen decir que los niños y los idiotas tienen un dios aparte, por eso yo tenía dos, y eso me salvó.
Se fueron yendo los amigos de mi primo que se mostraron atentos y preocupados, prometiendo volver a verme trayendo revistas y música ya que tenía que pasar varios días en el hospital. Es justo reconocer que ninguno se burló; en sus chistes solo aparecieron los términos: suicida, loco, arriesgado, etc. que interpreté como sinónimos de valiente. Sin duda eran buenos chicos, me halagó que me consideraran uno de ellos.

Quedé en una habitación a los cuidados de mi primo y Liliana, esperando que mis padres y tíos, oportunamente avisados, aparecieran y comenzase el turno de explicaciones, reproches, llantos de madre y todo el ritual al uso.
Aprovechaba para apretar de a ratos la mano de Liliana que tenía los ojos algo enrojecidos de haber llorado por el susto, es decir, por mí.
Sin duda había hecho lo correcto, había dado un gran primer paso, mejor dicho, un gran salto, hacia su conquista

- ¿Me salió lindo?- pregunté a mi primo.
Asintió convencido, me miraba con los ojos de niño de todos nuestros veranos, sonriendo con un aire cómplice, sabía porqué lo había hecho. Ella también, y comprendía que solo yo podía cometer una estupidez tan grande para impresionarla, por eso prometió visitarme todos los días.

Mi mejor recuerdo fue que camino al hospital, iba feliz en el asiento trasero del coche con la cabeza sobre el pecho de Liliana, que me abrazaba y me limpiaba la cara con una toalla mojada. Había conseguido llamar su atención y mis vacaciones comenzaban a mejorar. Ella había dicho que me prestaría su colección de tiras de Mafalda, su preferida.

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