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- ¡¡¡NÉSTOR...!!!
En la quietud de la noche, antes de dormirse, Néstor oye un grito que atraviesa la oscuridad

. Se levanta y abre la ventana; ladridos de perro y unos golpes de puertas o ventanas que se cierran con violencia, parecen el eco de lo que escuchó.
Vuelve a la cama, el grito perturbador se repite en su cabeza hasta que el cansancio lo vence. Sueña que hay un ascensor con mucha gente, todos apretados. Nadie puede salir y van a gran velocidad, ahora en sentido horizontal y al encuentro de una luz que viene de frente. Él está adentro ahora, quiere salir y escapar; se despierta quitándose las mantas que lo aprisionan.
...
Al salir del edificio por la mañana, por primera vez toma una dirección contraria a la habitual. Llega a la esquina y dobla, sigue por la acera unos cien metros, y entra en una calle estrecha sin salida. En el final hay una casa antigua de aspecto descuidado, restos de un jardín en el frente y en la pared una placa enmohecida que reza: "Residencia Montaigne".
Entra por la puerta entreabierta y encuentra a una mujer de bata azul limpiando el suelo con una fregona, que sumerge una y otra vez en un cubo. Están en un recibidor amplio, solo hay una mesa y una silla.
- Buenos días, ¿hay alguien con quien pueda hablar?
- Estoy yo, puedo escuchar y hablar.
- ¿Es ésta una residencia de ancianos?
- En parte, sí ¿Necesita algo?
- Información.
-¿Quiere ingresar a alguien aquí?
- Podría ser.
- ¿Es un loco?
- ¿Yo?
- No, la persona que quiere ingresar.
- Ah no, no lo es.
- ¿Viene a quejarse por los gritos que hay por la noche? Siempre vienen por eso y empiezan preguntando cualquier cosa para entrar en tema, ya ha habido hasta denuncias. Si le tranquiliza, le informo que este lugar pronto cerrará.
- No vine a quejarme, aunque anoche escuche unos gritos y me pareció...
- Que la voz le decía algo.
- Puede, lo cierto es que oí gritar mi nombre claramente.
Mientras hablan la mujer pasa la fregona siempre en el mismo lugar, aunque el suelo entero clama por una limpieza que no recibe hace años.
- No importa su nombre, ella lo llamó y usted vino; algo tendrá que decirle. Sígame que lo llevaré a verla, si es que está despierta.
- Espere, yo no quiero ver a nadie.
Pero ella, sin esperar, entra por la única puerta que da al interior de la casa. Él la sigue pero debe detenerse para acostumbrar los ojos a la oscuridad de un largo corredor.
Cuando puede, camina hasta la puerta de la habitación de donde salen voces apagadas y se queda en la entrada. La de la bata habla con alguien en voz muy baja, luego del cuchicheo se acerca a él:
- Quiere decirle que se aparte de los ojos vacíos, porque son los de la muerte.
- ¿Qué ojos vacíos?, ¿De qué habla?
Ella sale de la habitación obligándolo a retroceder; cierra la puerta y vuelven por el corredor hasta el recibidor.
- Ahora está muy cansada, anoche no durmió bien, tiene que irse.
- ¿Puedo volver en otro momento?
- No vuelva, ya escuchó lo que debía oír. Ella se altera demasiado y le hace mal; está muy débil y ya no dirá nada más.
- Entiendo. Gracias, adiós.
Se dirige a la puerta de salida; se vuelve para preguntar algo, pero la mujer ya no está.
...
A los pocos días, tiene el mismo sueño del ascensor hasta que lo despiertan unos gritos; se asoma a la ventana y oye claramente:
- ¡¡¡NESTOR!!!
La misma voz entre sollozos clama:
- ¡TUS OJOS, LOS OJOS DE LA MUERTE!
Por la mañana no tiene claro si todo fue un único sueño; se acerca a la casa, encuentra las puertas cerradas y aunque golpea a la puerta nadie le atiende.
...
Días después hace el mismo camino calculando las veces que merodeó o llegó hasta la puerta de ese extraño lugar, si es que alguna vez lo hizo fuera de sus pesadillas. Se encuentra unos hombres con uniformes azules que cargan cosas en un camión; se acerca al más fornido que parece dar indicaciones a los otros.
- ¿Perdone, sabe si la residencia está cerrada?
- Que yo sepa, hace muchos años que no hay nadie, y vivo en este barrio. Tengo que vaciar la casa antes de que la derriben para construir un edificio.
- ¿Y los pacientes?
- ¿Pacientes?, todos los locos y viejos que vivieron aquí alguna vez ya fueron trasladados o murieron. Algunas veces se instalaron aquí vagabundos que ocupan casas vacías; esa gente intenta meterse en cualquier lugar. ¿Quiere algún mueble de aquí?, puede llevarse lo que quiera, serán menos cosas que cargar en el camión. Puede entrar pero esté atento, no sea que lo dejemos encerrado.
En el recibidor no hay ningún mueble y el suelo está sucio, aunque hay un lugar limpio, casi brillante, donde alguien parece haber fregado obsesivamente. Pasa la puerta que da al interior, respirando un aire cargado de humedad.
Las habitaciones tienen los suelos y paredes sucias, pero una de ellas parece haber sido ocupada recientemente. Hay marcas donde estarían ubicadas una cama y alguna cómoda, y las paredes guardan restos de un empapelado.
Por la ventana se ve un patio cubierto de hojas secas, se pregunta cuantos otoños fueron necesarios para formar esa alfombra tan compacta que sólo en algunos lugares parece algo removida.
Un rayo de sol ilumina de lado los cristales; sobre la lámina de suciedad adherida, un dedo trémulo ha escrito "NESTOR, LA MUERTE CON SUS OJOS VACÍOS...". El inicio del texto es como una descarga eléctrica en su cerebro, donde se mezclan las imágenes de dos mujeres, que vio... ¿soñó?...
- Oiga, tiene que irse porque comienzan a echar abajo todo esto - el hombre fornido le gruñe desde la puerta de la habitación y corta su lectura.
Un golpe aplicado desde afuera hace que los cristales de la ventana salten en pedazos, todavía resiste un trozo adherido al marco, en el que se puede leer a contraluz "NESTOR, LA MUERTE". Al tironear para despegarlo, se corta la mano y suelta el cristal, que se pulveriza contra el suelo.
- ¡Deja de aporrear la ventana que todavía estamos adentro, animal! - grita el hombre a uno que se asoma divertido enarbolando un martillo y luego desaparece.
- Amigo, hay que hacer un trabajo, y usted lo está demorando -le dice, arrastrándolo por el brazo hasta el jardín de la entrada.
- Claro, perdone.
Se marcha convencido de que, al menos, ya no volverá a escuchar gritos.
...
Hoy sus pasos lo han llevado nuevamente hasta lo que era, ¿una semana?, ¿meses antes?..., la residencia Montaigne; una valla metálica rodea el solar, y unas máquinas esperan para trabajar sobre el terreno. Si lo piensa bien, no tiene pruebas de lo que vio allí; solo es real la cicatriz de su mano, posible consecuencia de una torpeza suya en el manejo de alguna herramienta.
...
Camina hasta la estación de trenes y sube las escaleras de acceso hasta la plataforma. Desde ese punto las vías se extienden por un carril elevado sobre la avenida llena de coches que avanzan de forma lenta e intermitente. Saca el billete en una máquina y espera en el andén, buscando una explicación que rellene el hueco que se ha abierto en su interior y que amenaza con devorarlo.
El tren entra despacio, es uno de los nuevos modelos controlados por sistema informático; en las ventanillas donde debería verse un maquinista no hay nadie.
Como es la primera estación del trayecto, no trae gente; se detiene con ruido de descompresión de frenos y se abren las puertas.
El último vagón, una desafiante muestra de arte urbano marginal, queda delante de él, cubierto de graffitis que representan personas con cuerpos deformes llegando desde la nada y orientados hacia las puertas de entrada. En sus caras de ojos huecos, las negras bocas gritan horrores mudos, como en el cuadro "El grito", de Edward Münch.
La gente entra y ocupa los asientos: empleados anodinos, un ciego con mochila en la espalda y guiado por un perro blanco, estudiantes cargados de libros y carpetas...
Él se gira hacia el panel de información que anuncia la salida en diez minutos y deja pasar el tiempo. Alguien sale del vagón, lo roza y sigue hacia la escalera de salida acompañado de un perro blanco. Lleva prisa, se diría que se cambiaron los roles y ahora el ciego es el guía; lo último que ve de él es el símbolo de su grupo de rock preferido, una calavera fumando pintada sobre la espalda que ahora no lleva mochila.
Vuelve la vista al reloj postergando el espanto que presiente más allá de esa digital danza de letras y números; son el único punto de referencia en el que puede anclar la deriva de sus pensamientos y separar certezas de desvaríos, antes de mirar a su lado, donde algo extraordinario requiere su atención.
Sin poder resistirse, se gira hacia las figuras pintadas que ahora se mueven: caminan o reptan hacia las puertas, entrando en el vagón como una procesión de ojos y bocas vacías.
Permanece inmóvil en el andén, mientras las puertas se cierran y el convoy se aleja por el ramal elevado, hacia el punto donde se sumergirá para cruzar la ciudad bajo los cimientos.
Aunque el tren ya está algo lejos cuando entra en la boca del túnel, la explosión lo sacude; desde su lugar ve la bola de fuego en la que se convierte el último vagón.
...
- ¿Necesita ayuda? - le pregunta un agente de seguridad.
El vagón con sus inmóviles figuras pintadas, ronronea delante de él, esperando la orden de partir desde el centro de control.
- No, gracias - dice, y atraviesa la puerta de entrada. Necesita aferrarse al guión de ese día y no desviarse; en el interior, los números de color rojo le avisan que faltan siete minutos para partir.
No precisa buscar un sitio libre; el chico sentado cerca de la puerta se levanta y va hacia el próximo vagón, él ocupa su lugar.
Sigue entrando gente; mira el desfile incesante de personas por la ventana. Como si ésta fuese una televisión que cambia de canal, ahora muestra un reconocible solar en obras, donde la residencia Montaigne está siendo derribada por pesadas máquinas. Las excavadoras levantan descomunales bocados de tierra y escombro para volcarlos sobre camiones. Se detienen cuando alguien descubre entre los cascotes, los cuerpos de dos mujeres envueltas en sábanas y ropa de cama; una de ellas lleva bata azul, sus ojos abiertos expresan el estupor de una última revelación.
Lo marean las imágenes y cierra los ojos para apartarlas, cuando vuelve a abrirlos, por el cristal sólo ve personas que intentan subir al tren. Acomoda el bastón blanco de ciego entre las piernas y acaricia la cabeza de su perro. Se quita la mochila de la espalda y la ubica debajo del asiento, como tiene el tamaño exacto y encaja en el hueco sin sobresalir, parece formar parte del mobiliario.
Al terminar, fija la vista en los números del reloj y espera; cuando ve que faltan tres minutos para partir, se levanta y sale del vagón. Sin la pesada mochila camina rápido hacia la escalera de salida; al llegar al primer peldaño, se frena y disimula, puede resultar sospechoso un ciego que casi arrastra a su perro guía.
...

FIN
R.L. / Marzo 2011

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